martes, 25 de diciembre de 2012

El hombre sin nombre



El hombre sin nombre dormitaba en un banco del parque, echaba de menos su colchón de látex, su todo terreno, a su mujer y a sus hijos. Creyó y confió en los que le pidieron su apoyo, ahora era tarde para rectificar. Era uno más en ese parque, el parque de los hombres sin nombre, el parque de los olvidados, de los sin rumbo, de los de las manos atadas sin cuerdas, de los que gritan al viento palabras  que se dispersan y no florecen. El hombre sin nombre tenía hambre y sed, de la que saciaba su espíritu no de la que saciaba su cuerpo, esa le importaba menos. Le dolía su mujer y, sobre todo, le dolía sus hijos porque no podía ofrecerles cuanto deseaba o cuanto menos una luz al final del túnel.

jueves, 6 de diciembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( VIII )

      ¿Cual era el significado de estas palabras?. Tal vez Lena no haya existido nunca, o solo en mi cabeza, lo cierto es que acudió en mi ayuda cuando más lo necesitaba, cuando estaba al borde del precipicio, como un ángel de la guarda. No creo en ellos, no puedo probar cómo llegó a mis manos ésta foto, ni ese viaje a Ninguna Parte, ni los paseos por esa ciudad, ni las gentes que conocí pero, que lo viví, no me cabe la menor duda. Es posible que no existan, ni Lena ni Ninguna Parte. Para mi fue algo tan real como que estoy sentado en este sillón contemplando el rostro de Lena. Real o no, desde este momento ellos se han convertido en un motivo para seguir luchando, enseñándome que siempre hay algo a la vuelta de la esquina esperándote, no hay que desesperar ni cruzarse de brazos, el destino a veces, aunque no lo creamos, sale en nuestro auxilio y, como un tren, pasa por delante de nosotros. Nuestra opción es no dejarlo pasar, debemos subirnos a ese vagón que nos transporta a un más allá. En el tren siempre hay un final de trayecto y una ilusión por llegar. Un tren es siempre un motivo de esperanza, de reencuentro, un alguna parte, y ese tren a Ninguna Parte me llevado a encontrarme a mi mismo.


FIN de El Tren de Ninguna Parte
Por LZC

miércoles, 5 de diciembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( VII )


      El tren de regreso estaba a punto de partir, Lena y yo nos fundimos en un abrazo. El sol se resistía a ocultarse, y antes de subir al tren, Lena, sacó de su bolso una foto donde se mostraba radiante. La guardé en la cartera como si de un tesoro se tratara. El tren partió yo a través de la ventanilla, ella desde el andén, nos dijimos adiós. Un adiós que era un hasta pronto, porque volvería a buscarla, y ella me esperaría en ese mismo andén.

      El tren avanzaba, la oscuridad de la noche se iba apoderando del día hasta que a través de la ventanilla solo se divisaba alguna luz lejana y un cielo estrellado. Pensaba en Lena y una angustia me sobrevino. Habíamos pasado unas intensas horas juntos, y realmente poco sabíamos el uno del otro. Ella sabía que yo me llamaba Isaac, yo que ella se llamaba Lena, y poco más. Una casualidad hizo que me acercara a la estación, que accediera a subir al tren. Otra casualidad hizo que compartiéramos el departamento del tren, que hiciéramos el trayecto juntos. Sería un cúmulo de casualidades o simplemente el destino que tuvo a bien tener un detalle conmigo. ¿Quería decir eso que la vida no era del todo cruel conmigo, que quería concederme un motivo para seguir luchando y no caer en la desesperación?. Es posible.

     Ciertamente, afronté la semana con otro espíritu con otra mentalidad positiva, y si hasta ahora me refugiaba en el trabajo detestando los días de fiesta, hoy contaba los segundos, los minutos, las horas, los días, que faltaban para que llegara el fin de semana y volver a coger ese tren que me llevaría a Ninguna Parte. Se acabaron los domingos solitarios con desayunos en la cafetería, con los paseos no se sabe dónde, con la búsqueda de alicientes con qué matar el tiempo. Lena me esperaba y yo estaba ansioso por el reencuentro con ella.

      Llegó el sábado, madrugué, algo insólito en un día de fiesta, me acicalé a conciencia, en una bolsa de viaje puse unas mudas, las bolsa de aseo y algo de ropa. Apenas tomé un café y me dirigí a la estación. En la ventanilla había cierta cola, estaba ansioso por que avanzara rápidamente, larga se hizo la espera, finalmente, respiré, me hallaba frente al empleado.

      -Por favor un billete para Ninguna Parte-
      -Perdón, ¿para dónde dice?-
      -Si, para Ninguna Parte-
      -Me va a perdonar pero..., Ninguna Parte ¿qué es...?-
    -Me confunde. ¿No recuerda?, usted mismo me dio un billete para Ninguna Parte la semana pasada. ¿Recuerda?. El tren salía desde el andén número nueve, es más, junto al billete, que no me cobró, me dio además veinte euros. Cogí el tren, visité la ciudad y mi deseo es volver a visitarla-
     -Perdóneme de nuevo pero, estará de acuerdo conmigo que, es un poco improbable que le regale un billete de tren y además que le dé veinte euros. ¡En qué cabeza cabe!. Debe estar usted confundido-
     -Si..., le puedo mostrar una foto. Se llama Lena, la conocí en el tren. Seguro que la reconoce, de hecho usted le debió de vender el billete. Hace éste mismo trayecto con asiduidad, por eso es imposible que no la reconozca-

      Isaac cogió su cartera, buscó la foto de Lena para mostrársela al empleado, pero no, la foto no estaba allí.

      -Es imposible, si la puse aquí. Debo haberla sacado en casa,... seguro la tendré por el escritorio.-
     -Si..., claro. No me cabe la menor duda, pero no puedo darle lo que me pide, simplemente porque no existe. Si no tiene inconveniente, me dice donde quiere ir, o le pido por favor que deje libre la ventanilla, hay gente esperando.

      Isaac, cariacontecido, abandono la ventanilla. No era posible, si hace solo unos días que tomó ese tren. -¿Cómo puede ser posible que me esté pasando esto?-. Fui directo al andén número nueve. No había tal número nueve. Solo había ocho vías. Abatido abandoné la estación. De nuevo en la calle, sin rumbo fijo. Los pasos me dirigieron a aquella cafetería. Pedí un desayuno, como los de siempre, y el periódico y volví a tratar de matar el tiempo. Pero la congoja se apoderó de mi espíritu. No podía creer que el destino me hubiese deparado una broma tan pesada, mas cuando lo que viví era completamente real. Alguna explicación debía existir pero ¿cuál?. Para colmo, la foto de Lena que guardé con tanto esmero en la cartera tampoco estaba. Empezaba a pensar que todo había sido una ilusión. La ilusión de un desilusionado de la vida y asumí que mi destino era ese, y que en mis adentros quería cambiarlo, con ayuda de la mente, todopoderosa, que a veces parece jugar con nosotros.

      Me levanté de la mesa, salí de la cafetería y puse rumbo a la pensión. La cabeza parecía estallarme, no tenía ganas de nada. Deseaba llegar, tumbarme en la cama y, como casi siempre, lamentarme, compadecerme, lo peor a que se puede llegar, sentir lástima de uno mismo. Deshice la bolsa de viaje, no me llevó mucho tiempo, había poco, lo indispensable para un fin de semana. Me senté en el sillón, mi mejor amigo, con quien pasaba la mayor parte del tiempo, a quien le contaba mis desventuras, con la mirada extraviada en el fondo de la habitación. De repente, algo me llamó la atención. En el espejo, engarzado en el marco había una foto. Me levanté y, allí estaba, la foto de Lena. Era la prueba que necesitaba para saber que todo había sido real. Sentí deseos de volver a la estación y enseñarle la foto al empleado. Quería que supiera que no estaba loco, que Lena existía. Desistí de hacerlo, no valía la pena. Con la foto en la mano volví al sillón y me quedé absorto contemplándola. De repente se me cayó, boca a abajo, observando que detrás había algo escrito. La cogí de nuevo y leí la inscripción:

      “La vida tiene sus momentos, hay que afrontarla con ilusión. Todo es real si crees y luchas por ello”


     

martes, 4 de diciembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( VI )


      Por la ventanilla observaba cómo el paisaje iba cambiando según el tren avanzaba. Resultaba desconocido y, para mis adentros, me recriminaba el desconocimiento que tenía de el extrarradio, y de lo que había más allá de la ciudad donde subsistía. Una vez pasados los núcleos de población alrededor de la metrópoli, iban apareciendo los campos de cultivo de la fértil huerta, primero naranjos, maizales, campos de arroz, campos de olivos, montes anegados de vides, montes cubiertos de ladrillo y cemento, con pinares. Tierra rica sin duda, tierra de vida. Con la velocidad del tren todo era un tapiz verde con las distintas tonalidades producidas por el sol, un panorama indescriptible e incomparable, pero cuando el tren aminoraba la marcha se apreciaba esa tierra donde su exterior florido escondía los sudores y las vidas de generaciones enteras que lucharon por un futuro mejor. Tierra que por sus entrañas iba muriendo, tierra que estaba dejando de ser rentable, tierra que se iba abandonando a su propio destino incierto. Metafóricamente la estaba comparando conmigo mismo porque yo también tenía un futuro incierto, también iba muriendo desde mis entrañas.

      Pero si algo o alguien es capaz de sobreponerse a la angustia de su propio destino, es ese ente abstracto, el hombre en todo su concepto. A esta conclusión llegué después de las primeras conversaciones con Lena.

      El tren se adentró por una garganta, bordeando un río. Altas y rocosas paredes, luego un valle, flanqueado por un bosque donde predominaba el roble y un acantilado, sin mar, que deleitaba a los ojos con esa profundidad, con un horizonte dibujado por las crestas montañosas de una cordillera. La sola observación era suficiente para conseguir serenidad, paz interior y olvidar los problemas del día a día. Ninguna Parte se encontraba, según mi compañera de viaje al otro lado del valle, en medio de una llanura con acceso directo al mar. El mar, complemento idílico para ese jardín babilónico que era esa ciudad, hasta ahora para mí desconocida.

      Ninguna Parte nació del desencanto de sus habitantes, Lena era una de ellos. Tiempo atrás vivió también en la ciudad, como el resto de ellos lo había hecho. Procedían de diversos puntos juntándose en ese reducido espacio, huyendo de la frustración y de la impotencia de un mundo egoísta que estaba perdiendo sus valores en beneficio de no se sabe qué. Los primeros que llegaron a ese lugar quisieron crear un espacio donde desarrollar su potencialidad teniendo como normas las propias que dicta la naturaleza. Alejados de cualquier concepto mercantilista. Sí, el dinero también circulaba, pero no existía el instinto acaparador. Las cosas tenían su valor, pero en su intercambio no privaba el negocio como tal. Cada cual era consciente del valor de las cosas, y una de las diferencias radicaba en que el precio lo establecía el cliente, no el vendedor. No se trataba de una comuna, ni de una sociedad anárquica.

      El viaje, los veinte euros, símbolos, según Lena, de que el valor del dinero no era el mismo que en la sociedad capitalista de la cual procedemos. Ese dinero había que destinarlo a adquirir cualquier cosa que nos deleitase, en comer, en objetos, asistiendo a museos, espectáculos, etc., en lo que estimáramos conveniente, a nuestro libre albedrío.

      El tren llegó, por fin, a la estación. Frente a mi se hallaba Ninguna Parte. La primera impresión era que se trataba de una ciudad como otra cualquiera, eso sí, muy luminosa, con un ambiente puro, llena de árboles, lilos, tilos, naranjos bordes, sauces,..., infinidad de variedades, que parecía imposible tuvieran buena aclimatación, impregnando en el ambiente una mezcla de aromas que invitaban a cerrar los ojos y empaparse de su esencia, de su clorofila.

      Lena me iba guiando conduciéndome por calles amplias, de anchas aceras, limpias, silenciosas. Nos cruzábamos con gente con semblante relajado, tranquilas, sosegadas, disfrutando cada paso, cada aliento. Las viviendas se autoabastecían de energía, procedente del sol, del mar, los vehículos que circulaban eran todos eléctricos, de ahí el ambiente puro que se respiraba.

     Partimos de la estación sobre el medio día, el trayecto duró como dos horas. Dos horas que parecieron un suspiro, como si el tiempo se hubiese detenido. Tiempo hacía que las horas no me parecían minutos, segundos. Llegamos cerca del mar y los veinte euros quise emplearlos en invitar a comer a Lena. Ella aceptó complacida, eligió el lugar. Un restaurante a orillas del mar, dulce, tranquilo, como la gente con la cual me había topado. La brisa se colaba a través del ventanal llegándonos ese rumor de las olas, ese olor a mar, porque el mar tiene su propio olor, el que embauca los sentidos y transmite su magia. El mar es mágico, como la montaña, es refugio de soledades y actúa como recarga del espíritu. Hoy estaba viendo el mar con distintos ojos. Era una de mis pasiones pero siempre acudía a él como en auxilio, para pedirle que siguiera dándome fuerzas para afrontar los días venideros. Hoy era distinto, hoy quería yo mostrarle mi felicidad.

      Comimos cosas sencillas, en Ninguna Parte no había lugar para la excentricidad. Productos de la tierra, productos del mar, arroz con picadillo de pescado de primero, merluza a la cazuela y fruta del tiempo. Bañado todo con un aceptable vino de la comarca y un té verde de sobremesa. Luego dimos un largo paseo a orillas del mar. El domingo dio mucho de si y muy a nuestro pesar, el tiempo no se detiene avanzando inexorablemente y con él se aproximaba el momento del regreso. Para Lena el recogimiento en su casa, a la mañana siguiente había que volver a lo cotidiano. Para mi, lo cotidiano, significaba más de lo mismo, volver a esa rutina que era como una losa aplastando mi cabeza. Para Lena, mañana, era otro día de vida, otro motivo para felicitarse por su existencia. Fueron unas horas que parecieron una eternidad, dieron mucho de si. Como si nos conociéramos de toda la vida, nos sentíamos a gusto el uno junto al otro, y la despedida se presumía pesarosa, no deseaba separarme de ella, ni ella de mi. Surgió algo entre nosotros sin esperarlo, una casualidad nos unió, pero la distancia física que se avecinaba tenía que ser pasajera. Quería volver a verla y ella, deseaba lo mismo. Sería amor, no podría asegurarlo porque nunca había sentido nada igual, pero supuse que de ello se trataba.

lunes, 3 de diciembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( V )


      Caminé por el andén escudriñando el tren como esperando ver algo anormal. Había más gente por sus inmediaciones, como esperando subir al tren, y a través de las ventanas un ligero trasiego de viajeros en busca de su asiento o simplemente mirando el mundo exterior, en espera de emprender la marcha. Miré el billete, de ida y vuelta, eso es lo que me preocupaba. No sabía dónde se hallaba “Ninguna Parte”, ni tan siquiera había oído hablar de ella, y debía estar de regreso para la cena. En la pensión eran estrictos en la puntualidad de las comidas y las cenas. Para la comida, como todos los domingos, tenía por costumbre comer fuera, para la cena dejé dicho que, como siempre también, acudiría a la hora de costumbre. Vivía en una pensión donde me trataban como a uno más de la familia porque, además, le encontraba muchas ventajas, apenas tenía que preocuparme por nada. Me hacían la cama, la colada, la comida, todo, yo solo tenía que vivir, o mejor dicho, sobrevivir.

      El tren estaba a punto de partir, la megafonía dio el último aviso, apenas quedaba un minuto, tiempo que me quedaba para decidir si subir, o, dejar que partiera sin mi. Indeciso, al escuchar el pitido que anunciaba su marcha, me agarré de la barra y, sin pensarlo más, salté a su interior. En ese momento inició la marcha, ya no había tiempo para volverse atrás. Comprobé el billete por si indicaba la reserva del asiento, no, tenía total libertad de sentarme en cualquier sitio. El tren era como aquellos viejos trenes, con un pasillo lateral y fraccionado en departamentos individuales donde había seis asientos. Antes de tomar uno decidí hacer una somera inspección de los compartimentos para ver qué tipo de ocupantes albergaban. Buscaba alguno que me diera buena vibraciones, el viaje, aún siendo corto, podría hacerse penoso de no elegir bien a los acompañantes.

      Los viajeros se agolpaban en el pasillo unos fumaban, otros estiraban las piernas, otros sacaban la cabeza por la ventanilla para captar en el rostro la sensación de la velocidad con el aire en contra, otros simplemente miraban el paisaje. Como si el destino los juntase, donde había viejos, todos eran viejos, si jóvenes, todos jóvenes, otros matrimonios de mediana edad,..., como si cada cual buscase sus afines por algún rasgo concreto. No me sentía identificado en ninguno de estos compartimentos. Había recorrido tres vagones encontrando, por fin, uno ocupado por una mujer mas o menos de mi edad. Desconocía si iba sola o acompañada, así que me atreví a preguntarle:

      -Perdone, no quiero molestar, pero...,¿Están ocupados los asientos?
      -No, no hay nadie más en el compartimiento-
      -Entonces, ¿le importa que ocupe uno de ellos?
      -¡Por Dios!, no soy quién para impedirlo-
      -Me llamo Isaac-
      -Encantada, yo Lena, de Magdalena-


      Tras esta escueta presentación, ambos dirigieron la mirada al paisaje que se divisaba a través de la ventanilla. Tras varios minutos de silencio.

       -Perdone que la moleste de nuevo, es la primera vez que cojo éste tren y no quisiera pecar de ignorante, pero..., para serle sincero, ni sé, ni nunca he oído hablar de Ninguna Parte-
       -No tiene por qué disculparse. La primera vez que subí a este tren podría decirse que..., yo era su viva estampa. Ahora, sin embargo, vivo allí.-
      -¡Ah!, entonces lo conoce bien-
      -¡Bien!..., es poco-
      -Entonces, si no tiene inconveniente, ¿le importaría ponerme un poco al corriente de lo que se puede hacer allí que no signifique una pérdida de tiempo?


      Lena es una mujer indeterminada. Indeterminada porque para describirla podría empezar por decir que es una mujer que, intuyo, debe ser mayor de lo que aparenta, la sitúo por los cincuenta, como yo, de estatura mediana como uno setenta, un poco menos que yo, pelo negro, corto, tez morena, mas bien delgada. Viste sencillo pero al día, pantalón de pana negro, camisa blanca con algo de encaje, una rebeca gris perla de cuello redondo y unos botines a juego con la rebeca. Usa gafas, nariz pequeña y redondeada, labios livianos remarcados con suave carmín. Indeterminada porque en el tumulto pasa desapercibida, como tantas otras. Observándola no dejo de compararme con ella, yo algo más recio, moreno de pelo castaño, sin gafas, pantalón chino verdoso oscuro, camisa a rayas verdes y azules, jersey de pico color crema, zapatos acordonados de suela de goma. De hecho también paso desapercibido en el tumulto. Y pensé,- “esta mujer bien podría ser la mía”-.

      Pensamientos de la soledad, “-¿por qué nunca cuajaron mis relaciones?”-. La tendencia es echar las culpas sobre los demás cuando seguramente está en nosotros mismos. Pero ya lo tengo asumido aunque, las interminables horas de tedio, se ponen muy cuesta arriba y resulta un sacrificio sobrellevarlas. Por fin, me llegó el turno. Hoy, en este momento, el devenir próximo está cargado de alicientes. Hacía tiempo que no tenía un objetivo y hasta una ilusión. Aventurado en un tren con destino a un lugar desconocido, con la ilusión de una compañía que podría asemejarse a mi alma gemela. Lena no solo iba a contarme cosas de Ninguna Parte, sino que, se ofreció de cicerone.

domingo, 2 de diciembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( IV )



      Aguzando el sentido de la observación...., medité sobre el mismo. Observación, correspondería al sentido de la vista aunque no tiene la misma connotación, podría tratarse de una ramificación de éste sentido. Ver, como tal, podría considerarse una función abstractiva, como cuando haces una fotografía, plasmas un determinado momento, una imagen concreta: un coche, un señor con sombrero, una farola, un semáforo, un edificio, un vendedor de iguales, un policía,... , todo aquello que alcanza la vista. Observar es más complejo, implica sacar conclusiones, por ejemplo: “ El señor con sombrero está esperando a que el semáforo se ponga verde, quiere cruzar la calle y llegar hasta aquel vendedor de iguales sentado junto al edificio. Querrá comprar cupones esperando tener suerte...”

      Ya en la sala donde se expiden los billetes el trasiego era mayor. Colas en las ventanillas, o en las máquinas automáticas, comprando el derecho para poder desplazarse en el tren. Es curioso, estaba viendo la vida desde otra perspectiva, nacemos con unos derechos y obligaciones, las leyes nos otorgan unos derechos y unas obligaciones. Tenemos derecho a una vivienda, a un trabajo, a una sanidad, a una educación, tenemos tantos derechos que costaría enumerarlos, pero todos ellos intangibles. Estos derechos hay que hacer los tangibles, trabajamos para tener derecho a un salario, con el salario compramos el derecho de una vivienda, compramos el derecho de una educación, compramos el derecho de una alimentación, compramos el derecho de una sanidad,...., al final, tanto derechos como las obligaciones parece que haya que comprarlos.

      Sin darme cuenta, me coloqué en una de las colas de una ventanilla cualquiera, en la que menos gente había. Iba comprar el derecho a poder subirme a un tren, o visto de otra forma, tenía la obligación de comprar el derecho a usar un servicio que me daba el tren, llevarme a otra parte. Con agilidad mis predecesores iban abandonando la cola después de conseguir su derecho a viajar. Mientras, un mar de dudas afloraban, ¿qué hacía yo allí?, ¿a dónde quería ir?, si en realidad no quería ir a ningún sitio, solo estaba matando el tiempo, pero, los pies no seguían otra dirección que la de avanzar en la cola. Por fin llegué frente al empleado que expendía los billetes y me preguntó:

      -¿Para dónde?

      Por unos instante quedé sin palabras, con la mirada extraviada, como primer plano el empleado, como segundo plano el interior del pequeño habitáculo.

      -Señor..., ¿para donde quiere que le de el billete?
      -En realidad no tengo ni idea, para ninguna parte, la verdad, me he puesto en ésta cola, no se porqué, siento hacerle perder el tiempo, no tengo intención de viajar.
      -¡Ah!, perfecto. Aquí tiene un billete para Ninguna Parte, el tren sale del andén número nueve, dentro de quince minutos. Es muy puntual, no se demore. Tome, aquí tiene los veinte euros.

      Tenía en mis manos un billete de tren para Ninguna Parte y un billete de veinte euros. Como el mundo al revés, en lugar de pagar por el derecho a viajar, me habían vendido la obligación de viajar. No podía rehusar, al aceptarlo, supondría delinquir en caso de no tomar ese tren. Así que me dirigí al andén número nueve donde el tren de Ninguna Parte estaba esperando.

sábado, 1 de diciembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( III )



      Aún quedaba día y en el horizonte nada en que emplearlo.

      Seguí caminando, confiaba en que el destino, o más bien, la casualidad me deparase algo en qué seguir ocupando el tiempo. De repente, frente a mi, el pulmón de la ciudad. El día era soleado, luminoso, el verde de los árboles, era primavera, los naranjos bordes estaban en flor y un aroma intenso de azahar emborrachaba el ambiente. Grupos de jóvenes padres custodiando a la chiquillería en la zona de juegos infantiles, el bar del quiosco repleto de gente tomando el aperitivo, la gran explanada inundada de palomas en busca de algo que llevarse a la boca. Los niños corriendo tras de ellas queriéndolas coger mientras elevan el vuelo, renglón seguido de vuelta al suelo a buscarse el sustento pareciendo cómplices en el jugueteo inocente.

      Quise sentarme en una de esas mesas para degustar tranquilamente una cerveza disfrutando de ese sol primaveral que aún no molesta pero, todas estaban llenas, y bien pensado no me atraía demasiado ver el espectáculo de las palomas y el trajinar de la gente de izquierda a derecha, o al revés, o de atrás hacia delante, o al revés. Todo parecía estar al revés, hasta yo mismo, iba de izquierda a derecha, de atrás hacía adelante, sin atreverme a posar las posaderas (nunca mejor dicho) no ya en una mesa, ni en un banco de los muchos que allí había, ni en el suelo sobre la hierba. Cansado de pasar varias veces por el mismo sitio, de ver a la misma gente, decidí seguir camino, a la deriva, como venía haciendo desde que salí de casa, como venía haciendo desde tanto tiempo.

      Los pasos de nuevo indicaron el camino, podía compararlo con aquello de la escritura automática en la cual, la mano, va escribiendo aquello que su propio movimiento le sugiere, sin premeditación, como un sin sentido. Luego analizando quizá se le encuentra un sentido, como si la parte inconsciente de uno mismo quisiera expresar algo. Lo mismo, los pies encaminaban una dirección sin la intervención de la mente, quizá en una forma inconsciente de buscar un destino. Así apareció ante mis ojos la estación del tren, la del Norte, con sus vías de cercanías y las de largo recorrido. Me adentré en la zona de aparcamiento. Solo con cruzar la puerta que delimita el recinto de la estación con la calle, parecía haber penetrado en otro mundo. Gente inquieta, prisas sosegadas (parece una contradicción). Hay que llegar puntuales, el tren no espera, quieres conservar la calma pero solo estarás tranquilo una vez sentado en el vagón correspondiente. Ésta es la sensación que la observación de la gente me transmitía.

viernes, 30 de noviembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( II )



       De repente topeté con gente mayor que parecía tener claro dónde dirigirse e instintivamente los seguí, qué otra cosa podría hacer. Ni lo hubiese imaginado, lo que menos podía esperar, me hallaba sentado en el banco de una iglesia, hacia el final. Por el final se pasa más desapercibido, la gente suele adentrarse y situarse en los bancos más próximos. Desde mi posición podía observar a los que entraban. Buscaban entre los feligreses caras conocidas, por habituales, no por verdadera amistad, hasta yo mismo reconocía rostros que me eran familiares, de cruzarme con ellos por la calle, o en el supermercado. La ciudad era grande, pero al cabo de los años, te has cruzado con tanta gente que al final hasta te resultan cercanos. Participé de la liturgia, sin cantos, sin rezos, sin escenificar los momentos de la misma. Me pasé sentado todo el tiempo, observando, preguntándome el sentido que para esa gente tenía el asistir a estos actos. ¿Realmente eran creyentes, o más bien temerosos?. La mayoría eran ancianos, algún que otro joven, pocos, y me puse a calcular la edad media de los que allí había, llegando a la conclusión de que no bajaba de sesenta y cinco años. Pensé en esos mayores y supuse que estaban allí más por temor que por auténtica fe. Hasta el cura era mayor. Me pregunté si habría curas jóvenes en alguna iglesia, y se me pasó por la cabeza el recorrer las iglesias de la ciudad en busca de esos curas jóvenes. Eché de menos a los monaguillos, allí no había. Un señor cincuentón ayudaba al párroco. Y me vino a la memoria “La hoja roja”, la novela de Delibes, y me pareció ver en los bancos sentados hojas rojas en lugar de feligreses. Hombres y mujeres que ven acercarse su día y quieren quedar en paz consigo mismo, no sea cosa que sea verdad aquello de que hay otra vida y hay que llegar a ella en paz y con la conciencia limpia.

       Pasó el cepillo y quise ser caritativo dando cinco euros, eso me alivió interiormente cuando dijeron que lo recaudado iba destinado a Cáritas. Los di por bien empleados, hacía tiempo que no había realizado una buena obra, así lo creí y me hizo sentir bien, como hacía tiempo no lo había sentido. Llegó el momento de comulgar y, mucha gente se levantó y comulgó. Había bastante cola. Con toda seguridad, pondría la mano en el fuego, la gran mayoría ni siquiera se habría confesado e instintivamente me levante colocándome al final de esa cola que avanzaba despacio y comulgué. Quería experimentar lo que se sentía al hacerlo de mayor. Ni recuerdo cuando fue la última vez que comulgué, debió ser alguna que otra vez después de la primera comunión y porque en el colegio nos obligaban. Qué tiempos aquellos, todo eran imposiciones. Nos obligaban a asistir a las misas dominicales y a comulgar, y ello había que probarlo, no bastaba con decir que lo habías hecho, teníamos un cartón que nos lo debían sellar cada domingo. Si no estaba cuñado podíamos ser castigados en el colegio, quizá por ello, en cuanto hubo ocasión, la frecuencia en asistir a las misas disminuyó, hasta llegado un momento en que las iglesias se contemplaban como meros edificios arquitectónicos de admiración, que no de devoción. Quizá alguno de esos mayores también tuvieron esos cartones.

        Comulgué y reconozco no haber sentido nada especial. Los rostros que observaba tenían un semblante como ausente, sumidos en una especie de momento de recogimiento interior, supongo que en alguno de los casos se trataba de una postura premeditada, como escenificada. Llegó el momento donde todo el mundo se daba la mano, a la diestra, a la siniestra, delante, detrás, exteriorizando una alegría en algunos casos excedida. Cumplí con el requisito y antes de que los feligreses se agolparan a la salida, ya me encontraba en la calle. Y de la misma manera que hice en la cafetería, dirigí los pasos por donde el primer golpe de vista señaló, de manera decidida como, nuevamente, si tuviese un destino o alguien que me esperase. De allí salí con, al menos, un posible objetivo en ocupar el tiempo, recorrer las iglesias buscando párrocos jóvenes. Estaba convencido que la vocación había descendido considerablemente. Antes, los seminarios estaban repletos porque era una manera de que algún miembro de las familias recibiese una educación y una alimentación. Si no había vocación allí se encargarían de inculcarla. ¿Quién sabe cuantos curas salieron de los seminarios sin una verdadera vocación?. Muchos se llevaron el secreto a la tumba. Lo bien cierto y lo positivo para mi era que en ello había empleado otra hora cuanto menos.

jueves, 29 de noviembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( I )


   Me había levantado sin ánimo para afrontar un nuevo día triste y anodino. Cansado me acosté y cansado me levanto, con una sola pregunta que me machaca día tras día, ¿Y hoy qué?. Un futuro incierto, y si miro hacia atrás, un pasado sin historia. Qué peor puede haber que pasar por la vida sin pena ni gloria, con la certeza de saber que cuando desaparezca de éste mundo nadie te echará en falta. ¿Para qué he venido a éste mundo?, es otra de las preguntas que me martirizan, no lo elegí, y por eso mismo la vida me debía alguna consideración, tener al menos un detalle conmigo.

   Qué menos que haberme otorgado el don de la fe en algo, ni eso. Observo la gente, desdichada o no, con los mismos problemas o más que yo, sobre llevándolos con dignidad y es porque creen en algo. Esta carencia de fe será quizá porque, de pequeño, quisieron imponérmela, pero la mente suele reaccionar contra las imposiciones creando barreras, como cortafuegos que impide pasen lo que considera “spams”.

   Salgo a la calle, es domingo, por intentar ocupar el día en algo empiezo por entrar en una cafetería a desayunar. Un café con leche, unas tostadas, un zumo de naranja, y uno de los periódicos de la cafetería. Entre sorbo y sorbo al café con leche, al zumo, mordisco a la tostada y ojeo de los titulares del periódico, calculo puedo ocupar una hora. A lo largo de ese tiempo, de vez en cuando levanto la vista observando a la gente entrar y salir de la cafetería. Gente que pasa con niños de la mano, jóvenes parejas cogidas de la mano, se les ve contentos.

   Termino el desayuno y me siento incómodo por estar allí tanto tiempo. Tengo la impresión de que los camareros me observan, ¿qué pensarán de mí?. ¿Les daré lastima por verme solo?, quizá sean suposiciones mías, al cabo del día pasarán cientos de personas como yo y no creo que les importe mucho quien soy, y qué hago allí. Es su trabajo y lo otro mis fantasías. De todas formas, esa incomodidad propia, hace que me levante y salga de nuevo a la calle. Sobre la mesa había dejado el importe del desayuno con una buena propina, qué menos, era como, además de pagar el desayuno, les pagara un alquiler de ese espacio ocupado durante un tiempo que yo mismo consideraba excedido.

   Es posible que fueran consideraciones propias sin fundamento. Para eso estaban las cafeterías con mesas, un lugar para sentirse como en casa pero con servicio.

   Con determinación, salí a la calle dirigiendo mis pasos hacia la derecha de la calle, como si tuviera claro mi destino, al menos esa era la impresión que quería dar a los que en la cafetería se hallaban. No quería que pensaran que era uno más de esos seres solitarios que no saben en qué emplear el tiempo, pero era así de simple. Podía haber optado por quedarme en la pensión donde vivía, pero ello hubiese sido peor, las paredes seguro se me echarían encima y me aplastarían, no físicamente, sino mentalmente que era peor. Ojalá las paredes se vinieran abajo y resultase herido. Eso implicaría ir a un hospital y un tiempo empleado en algo concreto y necesario. Pero la triste realidad era que no sabia mi nuevo destino. Dejaría que las piernas eligieran libremente la dirección. Lo que si hicieron una vez algo alejado de la cafetería fue aminorar la marcha, ya no había prisa, el tiempo volvía a alargarse, los minutos pasaban despacio. Miraba el reloj repetidamente en cortos espacios de tiempo y parecía haberse detenido.

Dos amores



De adolescentes se gustaron, de jóvenes se buscaron, se amaron, después compartieron y finalmente decidieron marchar cada uno por su lado. 

lunes, 5 de noviembre de 2012

Dos extraños

Permítame que le ofrezca una copa de vino.
¡Lo siento, no bebo!.
¿Un cigarro puro?
¡Lo siento, no fumo!.
Me gustaría agasajarle con algo que sea de su agrado.
No tiene por qué molestarse.
Solo pasaba por aquí y me apeteció entrar a saludarle.
De lo que le estoy tremendamente agradecido.
¿Me permite una pregunta?
Ya la está haciendo,... le permito una segunda.
Verdad... ¿Nos conocemos de algo?
Si. Paso todos los días delante de su puerta y le veo ahí siempre igual, sentado, junto a la ventana; y me pregunto -¿en qué empleará el tiempo?-.
En nada, solo observo el ir y venir de los transeuntes.
Yo también me he fijado en usted. Lo veo pasar todos los días por delante de mi casa y, también me pregunto -¿a dónde irá  todos los días?
¡A ninguna parte!..., ¿Por qué no me acompaña?
¡Que más quisiera!. Esta silla me tiene esclavizado, pero puede visitarme cuando lo desee. Siempre me verá de éste lado de la ventana.
Le tomo la palabra.
Y siguió su camino.