viernes, 30 de noviembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( II )



       De repente topeté con gente mayor que parecía tener claro dónde dirigirse e instintivamente los seguí, qué otra cosa podría hacer. Ni lo hubiese imaginado, lo que menos podía esperar, me hallaba sentado en el banco de una iglesia, hacia el final. Por el final se pasa más desapercibido, la gente suele adentrarse y situarse en los bancos más próximos. Desde mi posición podía observar a los que entraban. Buscaban entre los feligreses caras conocidas, por habituales, no por verdadera amistad, hasta yo mismo reconocía rostros que me eran familiares, de cruzarme con ellos por la calle, o en el supermercado. La ciudad era grande, pero al cabo de los años, te has cruzado con tanta gente que al final hasta te resultan cercanos. Participé de la liturgia, sin cantos, sin rezos, sin escenificar los momentos de la misma. Me pasé sentado todo el tiempo, observando, preguntándome el sentido que para esa gente tenía el asistir a estos actos. ¿Realmente eran creyentes, o más bien temerosos?. La mayoría eran ancianos, algún que otro joven, pocos, y me puse a calcular la edad media de los que allí había, llegando a la conclusión de que no bajaba de sesenta y cinco años. Pensé en esos mayores y supuse que estaban allí más por temor que por auténtica fe. Hasta el cura era mayor. Me pregunté si habría curas jóvenes en alguna iglesia, y se me pasó por la cabeza el recorrer las iglesias de la ciudad en busca de esos curas jóvenes. Eché de menos a los monaguillos, allí no había. Un señor cincuentón ayudaba al párroco. Y me vino a la memoria “La hoja roja”, la novela de Delibes, y me pareció ver en los bancos sentados hojas rojas en lugar de feligreses. Hombres y mujeres que ven acercarse su día y quieren quedar en paz consigo mismo, no sea cosa que sea verdad aquello de que hay otra vida y hay que llegar a ella en paz y con la conciencia limpia.

       Pasó el cepillo y quise ser caritativo dando cinco euros, eso me alivió interiormente cuando dijeron que lo recaudado iba destinado a Cáritas. Los di por bien empleados, hacía tiempo que no había realizado una buena obra, así lo creí y me hizo sentir bien, como hacía tiempo no lo había sentido. Llegó el momento de comulgar y, mucha gente se levantó y comulgó. Había bastante cola. Con toda seguridad, pondría la mano en el fuego, la gran mayoría ni siquiera se habría confesado e instintivamente me levante colocándome al final de esa cola que avanzaba despacio y comulgué. Quería experimentar lo que se sentía al hacerlo de mayor. Ni recuerdo cuando fue la última vez que comulgué, debió ser alguna que otra vez después de la primera comunión y porque en el colegio nos obligaban. Qué tiempos aquellos, todo eran imposiciones. Nos obligaban a asistir a las misas dominicales y a comulgar, y ello había que probarlo, no bastaba con decir que lo habías hecho, teníamos un cartón que nos lo debían sellar cada domingo. Si no estaba cuñado podíamos ser castigados en el colegio, quizá por ello, en cuanto hubo ocasión, la frecuencia en asistir a las misas disminuyó, hasta llegado un momento en que las iglesias se contemplaban como meros edificios arquitectónicos de admiración, que no de devoción. Quizá alguno de esos mayores también tuvieron esos cartones.

        Comulgué y reconozco no haber sentido nada especial. Los rostros que observaba tenían un semblante como ausente, sumidos en una especie de momento de recogimiento interior, supongo que en alguno de los casos se trataba de una postura premeditada, como escenificada. Llegó el momento donde todo el mundo se daba la mano, a la diestra, a la siniestra, delante, detrás, exteriorizando una alegría en algunos casos excedida. Cumplí con el requisito y antes de que los feligreses se agolparan a la salida, ya me encontraba en la calle. Y de la misma manera que hice en la cafetería, dirigí los pasos por donde el primer golpe de vista señaló, de manera decidida como, nuevamente, si tuviese un destino o alguien que me esperase. De allí salí con, al menos, un posible objetivo en ocupar el tiempo, recorrer las iglesias buscando párrocos jóvenes. Estaba convencido que la vocación había descendido considerablemente. Antes, los seminarios estaban repletos porque era una manera de que algún miembro de las familias recibiese una educación y una alimentación. Si no había vocación allí se encargarían de inculcarla. ¿Quién sabe cuantos curas salieron de los seminarios sin una verdadera vocación?. Muchos se llevaron el secreto a la tumba. Lo bien cierto y lo positivo para mi era que en ello había empleado otra hora cuanto menos.

jueves, 29 de noviembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( I )


   Me había levantado sin ánimo para afrontar un nuevo día triste y anodino. Cansado me acosté y cansado me levanto, con una sola pregunta que me machaca día tras día, ¿Y hoy qué?. Un futuro incierto, y si miro hacia atrás, un pasado sin historia. Qué peor puede haber que pasar por la vida sin pena ni gloria, con la certeza de saber que cuando desaparezca de éste mundo nadie te echará en falta. ¿Para qué he venido a éste mundo?, es otra de las preguntas que me martirizan, no lo elegí, y por eso mismo la vida me debía alguna consideración, tener al menos un detalle conmigo.

   Qué menos que haberme otorgado el don de la fe en algo, ni eso. Observo la gente, desdichada o no, con los mismos problemas o más que yo, sobre llevándolos con dignidad y es porque creen en algo. Esta carencia de fe será quizá porque, de pequeño, quisieron imponérmela, pero la mente suele reaccionar contra las imposiciones creando barreras, como cortafuegos que impide pasen lo que considera “spams”.

   Salgo a la calle, es domingo, por intentar ocupar el día en algo empiezo por entrar en una cafetería a desayunar. Un café con leche, unas tostadas, un zumo de naranja, y uno de los periódicos de la cafetería. Entre sorbo y sorbo al café con leche, al zumo, mordisco a la tostada y ojeo de los titulares del periódico, calculo puedo ocupar una hora. A lo largo de ese tiempo, de vez en cuando levanto la vista observando a la gente entrar y salir de la cafetería. Gente que pasa con niños de la mano, jóvenes parejas cogidas de la mano, se les ve contentos.

   Termino el desayuno y me siento incómodo por estar allí tanto tiempo. Tengo la impresión de que los camareros me observan, ¿qué pensarán de mí?. ¿Les daré lastima por verme solo?, quizá sean suposiciones mías, al cabo del día pasarán cientos de personas como yo y no creo que les importe mucho quien soy, y qué hago allí. Es su trabajo y lo otro mis fantasías. De todas formas, esa incomodidad propia, hace que me levante y salga de nuevo a la calle. Sobre la mesa había dejado el importe del desayuno con una buena propina, qué menos, era como, además de pagar el desayuno, les pagara un alquiler de ese espacio ocupado durante un tiempo que yo mismo consideraba excedido.

   Es posible que fueran consideraciones propias sin fundamento. Para eso estaban las cafeterías con mesas, un lugar para sentirse como en casa pero con servicio.

   Con determinación, salí a la calle dirigiendo mis pasos hacia la derecha de la calle, como si tuviera claro mi destino, al menos esa era la impresión que quería dar a los que en la cafetería se hallaban. No quería que pensaran que era uno más de esos seres solitarios que no saben en qué emplear el tiempo, pero era así de simple. Podía haber optado por quedarme en la pensión donde vivía, pero ello hubiese sido peor, las paredes seguro se me echarían encima y me aplastarían, no físicamente, sino mentalmente que era peor. Ojalá las paredes se vinieran abajo y resultase herido. Eso implicaría ir a un hospital y un tiempo empleado en algo concreto y necesario. Pero la triste realidad era que no sabia mi nuevo destino. Dejaría que las piernas eligieran libremente la dirección. Lo que si hicieron una vez algo alejado de la cafetería fue aminorar la marcha, ya no había prisa, el tiempo volvía a alargarse, los minutos pasaban despacio. Miraba el reloj repetidamente en cortos espacios de tiempo y parecía haberse detenido.

Dos amores



De adolescentes se gustaron, de jóvenes se buscaron, se amaron, después compartieron y finalmente decidieron marchar cada uno por su lado. 

lunes, 5 de noviembre de 2012

Dos extraños

Permítame que le ofrezca una copa de vino.
¡Lo siento, no bebo!.
¿Un cigarro puro?
¡Lo siento, no fumo!.
Me gustaría agasajarle con algo que sea de su agrado.
No tiene por qué molestarse.
Solo pasaba por aquí y me apeteció entrar a saludarle.
De lo que le estoy tremendamente agradecido.
¿Me permite una pregunta?
Ya la está haciendo,... le permito una segunda.
Verdad... ¿Nos conocemos de algo?
Si. Paso todos los días delante de su puerta y le veo ahí siempre igual, sentado, junto a la ventana; y me pregunto -¿en qué empleará el tiempo?-.
En nada, solo observo el ir y venir de los transeuntes.
Yo también me he fijado en usted. Lo veo pasar todos los días por delante de mi casa y, también me pregunto -¿a dónde irá  todos los días?
¡A ninguna parte!..., ¿Por qué no me acompaña?
¡Que más quisiera!. Esta silla me tiene esclavizado, pero puede visitarme cuando lo desee. Siempre me verá de éste lado de la ventana.
Le tomo la palabra.
Y siguió su camino.