martes, 4 de diciembre de 2012

El Tren de Ninguna Parte ( VI )


      Por la ventanilla observaba cómo el paisaje iba cambiando según el tren avanzaba. Resultaba desconocido y, para mis adentros, me recriminaba el desconocimiento que tenía de el extrarradio, y de lo que había más allá de la ciudad donde subsistía. Una vez pasados los núcleos de población alrededor de la metrópoli, iban apareciendo los campos de cultivo de la fértil huerta, primero naranjos, maizales, campos de arroz, campos de olivos, montes anegados de vides, montes cubiertos de ladrillo y cemento, con pinares. Tierra rica sin duda, tierra de vida. Con la velocidad del tren todo era un tapiz verde con las distintas tonalidades producidas por el sol, un panorama indescriptible e incomparable, pero cuando el tren aminoraba la marcha se apreciaba esa tierra donde su exterior florido escondía los sudores y las vidas de generaciones enteras que lucharon por un futuro mejor. Tierra que por sus entrañas iba muriendo, tierra que estaba dejando de ser rentable, tierra que se iba abandonando a su propio destino incierto. Metafóricamente la estaba comparando conmigo mismo porque yo también tenía un futuro incierto, también iba muriendo desde mis entrañas.

      Pero si algo o alguien es capaz de sobreponerse a la angustia de su propio destino, es ese ente abstracto, el hombre en todo su concepto. A esta conclusión llegué después de las primeras conversaciones con Lena.

      El tren se adentró por una garganta, bordeando un río. Altas y rocosas paredes, luego un valle, flanqueado por un bosque donde predominaba el roble y un acantilado, sin mar, que deleitaba a los ojos con esa profundidad, con un horizonte dibujado por las crestas montañosas de una cordillera. La sola observación era suficiente para conseguir serenidad, paz interior y olvidar los problemas del día a día. Ninguna Parte se encontraba, según mi compañera de viaje al otro lado del valle, en medio de una llanura con acceso directo al mar. El mar, complemento idílico para ese jardín babilónico que era esa ciudad, hasta ahora para mí desconocida.

      Ninguna Parte nació del desencanto de sus habitantes, Lena era una de ellos. Tiempo atrás vivió también en la ciudad, como el resto de ellos lo había hecho. Procedían de diversos puntos juntándose en ese reducido espacio, huyendo de la frustración y de la impotencia de un mundo egoísta que estaba perdiendo sus valores en beneficio de no se sabe qué. Los primeros que llegaron a ese lugar quisieron crear un espacio donde desarrollar su potencialidad teniendo como normas las propias que dicta la naturaleza. Alejados de cualquier concepto mercantilista. Sí, el dinero también circulaba, pero no existía el instinto acaparador. Las cosas tenían su valor, pero en su intercambio no privaba el negocio como tal. Cada cual era consciente del valor de las cosas, y una de las diferencias radicaba en que el precio lo establecía el cliente, no el vendedor. No se trataba de una comuna, ni de una sociedad anárquica.

      El viaje, los veinte euros, símbolos, según Lena, de que el valor del dinero no era el mismo que en la sociedad capitalista de la cual procedemos. Ese dinero había que destinarlo a adquirir cualquier cosa que nos deleitase, en comer, en objetos, asistiendo a museos, espectáculos, etc., en lo que estimáramos conveniente, a nuestro libre albedrío.

      El tren llegó, por fin, a la estación. Frente a mi se hallaba Ninguna Parte. La primera impresión era que se trataba de una ciudad como otra cualquiera, eso sí, muy luminosa, con un ambiente puro, llena de árboles, lilos, tilos, naranjos bordes, sauces,..., infinidad de variedades, que parecía imposible tuvieran buena aclimatación, impregnando en el ambiente una mezcla de aromas que invitaban a cerrar los ojos y empaparse de su esencia, de su clorofila.

      Lena me iba guiando conduciéndome por calles amplias, de anchas aceras, limpias, silenciosas. Nos cruzábamos con gente con semblante relajado, tranquilas, sosegadas, disfrutando cada paso, cada aliento. Las viviendas se autoabastecían de energía, procedente del sol, del mar, los vehículos que circulaban eran todos eléctricos, de ahí el ambiente puro que se respiraba.

     Partimos de la estación sobre el medio día, el trayecto duró como dos horas. Dos horas que parecieron un suspiro, como si el tiempo se hubiese detenido. Tiempo hacía que las horas no me parecían minutos, segundos. Llegamos cerca del mar y los veinte euros quise emplearlos en invitar a comer a Lena. Ella aceptó complacida, eligió el lugar. Un restaurante a orillas del mar, dulce, tranquilo, como la gente con la cual me había topado. La brisa se colaba a través del ventanal llegándonos ese rumor de las olas, ese olor a mar, porque el mar tiene su propio olor, el que embauca los sentidos y transmite su magia. El mar es mágico, como la montaña, es refugio de soledades y actúa como recarga del espíritu. Hoy estaba viendo el mar con distintos ojos. Era una de mis pasiones pero siempre acudía a él como en auxilio, para pedirle que siguiera dándome fuerzas para afrontar los días venideros. Hoy era distinto, hoy quería yo mostrarle mi felicidad.

      Comimos cosas sencillas, en Ninguna Parte no había lugar para la excentricidad. Productos de la tierra, productos del mar, arroz con picadillo de pescado de primero, merluza a la cazuela y fruta del tiempo. Bañado todo con un aceptable vino de la comarca y un té verde de sobremesa. Luego dimos un largo paseo a orillas del mar. El domingo dio mucho de si y muy a nuestro pesar, el tiempo no se detiene avanzando inexorablemente y con él se aproximaba el momento del regreso. Para Lena el recogimiento en su casa, a la mañana siguiente había que volver a lo cotidiano. Para mi, lo cotidiano, significaba más de lo mismo, volver a esa rutina que era como una losa aplastando mi cabeza. Para Lena, mañana, era otro día de vida, otro motivo para felicitarse por su existencia. Fueron unas horas que parecieron una eternidad, dieron mucho de si. Como si nos conociéramos de toda la vida, nos sentíamos a gusto el uno junto al otro, y la despedida se presumía pesarosa, no deseaba separarme de ella, ni ella de mi. Surgió algo entre nosotros sin esperarlo, una casualidad nos unió, pero la distancia física que se avecinaba tenía que ser pasajera. Quería volver a verla y ella, deseaba lo mismo. Sería amor, no podría asegurarlo porque nunca había sentido nada igual, pero supuse que de ello se trataba.

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