El cuerpo
pegado a la pared del patio del colegio, conteniendo la respiración y los
movimientos innecesarios, en ayuda del esfínter anal para no dejar transitar la
materia, mientras mis compañeros jugaban sin tregua. Don Amador, el bedel, tenía
malas pulgas y en la hora del patio no permitía que nadie saliese de él, ni
para ir a los retretes. Por el miedo a ganarme un coscorrón, decidí permanecer
inmóvil tragando hacia dentro intentando que la materia no osara salir, hasta
terminar el recreo y poder ir a los lavabos para aliviarme los retortijones. La
presión pudo más y lo inevitable sucedió.
Me mandaron a
casa tal cual estaba. No hace falta mucha imaginación para describir la
situación; la materia se deslizaba entre la pierna y el pantalón, llegando
hasta los zapatos. Por la calle, cartera en mano balanceándola como a modo de
juego, tratando de disimular lo evidente y de mantener la mente ocupada en algo
distinto, evitando pensar en la probable reacción de mi madre.
Mi madre me
recibió, no con los brazos abiertos, estupefacta ante el panorama. Confundida
no sabía si regañarme, darme un azote o
qué decir. Es una de estas situaciones en las que no sabes con certeza como
reaccionar, porque culpa había por mi parte ante una situación que no tenía que
haberse producido y culpa también por la rigidez del sistema educativo basado
un poco en la represión y en el sentido de la autoridad que era inquebrantable.
Al final de
todo me vi sentado encima de una gran caja de madera, una de cuando mi abuelo
tenía su fábrica de jabón, con mi madre limpiándome de cintura para bajo
mientras que por su boca salían sapos y culebras.
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