El salón estaba repleto, el whisky saciaba bocas
sedientas de alcohol, en algunas mesas jugaban al póquer, desde alguna otra se
escuchaba los resoplidos de quienes fueron vencidos por los efectos de ese
brebaje endemoniado y desde el rincón se escuchaba las alegres melodías que
emanaban del viejo piano tecleado por el eterno Matías, que aprendió a
aporrearlo cuando de joven anduvo en una compañía de teatro. Cuando Zac entró
en el salón enrarecido de una espesa neblina que los cigarros puros habían impregnado con sus volutas, nadie se
percató de su presencia.
Una hora antes
Zac, estuvo limpiando el revolver que su padre le regaló antes de morir y con
el cual mandó al infierno a más de uno, según le escuchó contar de pequeño en
aquellas largas noches delante la chimenea. El mismo revolver que ahora Zac
quería empuñar, por primera vez, para
enviar a ese mismo infierno a su peor enemigo. Pensaba hacerlo delante de todos
para mayor humillación y ganarse el respeto de los allí presentes. Zac, siempre
fue blanco de burlas y menosprecios, en especial por todo aquel individuo cuyo
valor residía en la flojera de su índice cuando empuñaban su colt. Hoy todo iba
a cambiar y se ganaría el respeto de toda la población.
Nadie se
percató de su presencia. Fue Matías, el pianista, el primero que reparó en él,
de pié en el medio del salón lanzando miradas amenazantes a su alrededor, sin
duda, buscando a su víctima. Perplejo al ver su semblante, dejó de tocar el
piano y adivinando las intenciones fue a su encuentro tratando de convencerle
de que ese no era el momento de hacer aquello a lo que había venido a hacer.
El bueno de
Matías no logró el propósito, Zac estaba fuera de sí vociferando de tal manera
que logró el silencio del salón, mientras lanzaba miradas agresivas de un lado
a otro:
¿Dónde
estás, rata inmunda?,...¡no te escondas desgraciado!
Algunos,
temerosos, salieron del local espantados, no querían estar en medio cuando el
fatídico momento llegase. Otros, los que le consideraban un chiflado, pensaron
que se trataba de una más de sus alocadas desventuras y, por supuesto,
convencidos de que no se iba a atrever a empuñar el arma, es más, daban por
hecho que estaría descargada, permanecieron en sus lugares sin apenas prestar
atención, bebiendo y aspirando el humo de los cigarros.
De repente se
quedó mirando el gran espejo que colgaba detrás del mostrador y..., vio
reflejado en él el rostro de aquel a
quien vino a buscar y a terminar con su vida:
¡Por fin te
encuentro...!, ve rezando porque tu paso por este mundo llega a su final, vas a
dejar de hacer daño y a segar más vidas…Todos te temen, mas yo no, haré
justicia porque no te tengo miedo. ¡Desenfunda..., cobarde!.
Matías se acercó tratando
de disuadirle, para que no cometiera
una locura, pero éste lo apartó de un manotazo. Los que aún estaban apoyados en
la barra y, viendo que la cosa iba en serio, se apartaron presurosos, por lo
que pudiera suceder.
Zac, se ajustó
el sombrero sobre la cabeza, echó a un lado la chaqueta de piel que llevaba, la
misma que usó su padre en vida, dejando al descubierto la cartuchera con su
revolver. El silencio fue absoluto, la gente comenzó a abandonar el salón, y de
repente, los dos desenfundaron a la vez. Varios disparos sonaron, cayendo al
suelo las esquirlas de cristal del espejo y de algunas de las botellas que
había en las estanterías.
¡Descansa
en paz!. Se ha hecho justicia.
Salió del
local y dirigiéndose hacia los que se arremolinaban expectantes en la calle:
Ya podéis
vivir tranquilos, ese mal nacido no volverá a molestaros.
Marchó caminando con andar pausado y mientras se
alejaba, Matías salió a la calle observándolo lastimosamente:
Pobre Zacarías,... ¡esta
vez nos ha dado un buen susto!. Habrá que colocar un nuevo espejo, y esperemos
que esta vez dure más tiempo, o mejor, en lugar de espejo deberíamos poner un
buen cuadro para que, llegado el caso,
no pueda verse reflejado en él.
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