domingo, 17 de marzo de 2013

Las desventuras de Zacarías en el oeste: El duelo




            El salón estaba repleto, el whisky saciaba bocas sedientas de alcohol, en algunas mesas jugaban al póquer, desde alguna otra se escuchaba los resoplidos de quienes fueron vencidos por los efectos de ese brebaje endemoniado y desde el rincón se escuchaba las alegres melodías que emanaban del viejo piano tecleado por el eterno Matías, que aprendió a aporrearlo cuando de joven anduvo en una compañía de teatro. Cuando Zac entró en el salón enrarecido de una espesa neblina que los cigarros puros  habían impregnado con sus volutas, nadie se percató de su presencia.

Una hora antes Zac, estuvo limpiando el revolver que su padre le regaló antes de morir y con el cual mandó al infierno a más de uno, según le escuchó contar de pequeño en aquellas largas noches delante la chimenea. El mismo revolver que ahora Zac quería empuñar, por primera vez,  para enviar a ese mismo infierno a su peor enemigo. Pensaba hacerlo delante de todos para mayor humillación y ganarse el respeto de los allí presentes. Zac, siempre fue blanco de burlas y menosprecios, en especial por todo aquel individuo cuyo valor residía en la flojera de su índice cuando empuñaban su colt. Hoy todo iba a cambiar y se ganaría el respeto de toda la población.

Nadie se percató de su presencia. Fue Matías, el pianista, el primero que reparó en él, de pié en el medio del salón lanzando miradas amenazantes a su alrededor, sin duda, buscando a su víctima. Perplejo al ver su semblante, dejó de tocar el piano y adivinando las intenciones fue a su encuentro tratando de convencerle de que ese no era el momento de hacer aquello a lo que había venido a hacer.

El bueno de Matías no logró el propósito, Zac estaba fuera de sí vociferando de tal manera que logró el silencio del salón, mientras lanzaba miradas agresivas de un lado a otro:

¿Dónde estás, rata inmunda?,...¡no te escondas desgraciado!

Algunos, temerosos, salieron del local espantados, no querían estar en medio cuando el fatídico momento llegase. Otros, los que le consideraban un chiflado, pensaron que se trataba de una más de sus alocadas desventuras y, por supuesto, convencidos de que no se iba a atrever a empuñar el arma, es más, daban por hecho que estaría descargada, permanecieron en sus lugares sin apenas prestar atención, bebiendo y aspirando el humo de los cigarros.

De repente se quedó mirando el gran espejo que colgaba detrás del mostrador y..., vio reflejado en él  el rostro de aquel a quien vino a buscar y a terminar con su vida:

¡Por fin te encuentro...!, ve rezando porque tu paso por este mundo llega a su final, vas a dejar de hacer daño y a segar más vidas…Todos te temen, mas yo no, haré justicia porque no te tengo miedo. ¡Desenfunda..., cobarde!.

           Matías se acercó tratando de  disuadirle, para que no cometiera una locura, pero éste lo apartó de un manotazo. Los que aún estaban apoyados en la barra y, viendo que la cosa iba en serio, se apartaron presurosos, por lo que pudiera suceder.  

Zac, se ajustó el sombrero sobre la cabeza, echó a un lado la chaqueta de piel que llevaba, la misma que usó su padre en vida, dejando al descubierto la cartuchera con su revolver. El silencio fue absoluto, la gente comenzó a abandonar el salón, y de repente, los dos desenfundaron a la vez. Varios disparos sonaron, cayendo al suelo las esquirlas de cristal del espejo y de algunas de las botellas que había en las estanterías.

¡Descansa en paz!. Se ha hecho justicia.

Salió del local y dirigiéndose hacia los que se arremolinaban expectantes en la calle:

Ya podéis vivir tranquilos, ese mal nacido no volverá a molestaros. 

Marchó  caminando con andar pausado y mientras se alejaba, Matías salió a la calle observándolo lastimosamente:

        Pobre Zacarías,... ¡esta vez nos ha dado un buen susto!. Habrá que colocar un nuevo espejo, y esperemos que esta vez dure más tiempo, o mejor, en lugar de espejo deberíamos poner un buen cuadro para que, llegado el caso,  no pueda verse reflejado en él.

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